viernes, 29 de junio de 2012

QUE NO SE ESCAPE LA NOCHE DEL SÁBADO.

La noche siempre ha tenido connotaciones de cosa misteriosa y peligrosa; oculta y fascinante, espacio de encuentro y conspiración. Para Sabina, quien se ha mirado en el espejo de las generaciones anteriores (las generaciones crecidas y malogradas a lo largo de más de cuatro décadas de represión y dictadura) y ha decidido vivir; para él, como para ningún otro, la noche va asociada a la libertad del instinto: “Algunas madrugadas me desvelo/Y ando como un gato en celo/Patrullando la ciudad/En busca de una gatita/En esa hora maldita/En que los bares/A punto están de cerrar/Cuando el alma necesita/Un cuerpo que acariciar”. Estos versos de Que se llama soledad (1987) son uno de los tantos pasajes de su obra en que la acción o la reflexión tienen a la noche como centro.
Este instinto, esta búsqueda, rara vez se verán desairados; así, la noche propiciará la experiencia, el suceso: el encuentro y el desencuentro, la muerte, el viaje iniciático, el goce, la fuga del hogar, el acecho de las bandas urbanas, el momento en que afloran los exponentes alienados: el borracho, el loco, el suicida; el tiempo del secuestro, del romance, de la escritura, de la cita, de la aventura, de los sueños, del recuerdo, del reviente, y por sobre todas las cosas, del sexo.
Reunión de todo lo bueno y lo malo, la noche es y el día no. Durante el día transcurre el desengaño, la rutina, la vida árida, el trabajo indigno y mal pago, la depresión. No hay connotaciones positivas en el discurso de Sabina más que para ese lugar prohibido, ese segmento temporal de ausencia de luz que podría servir como marco contextual a la enumeración vital de 40 Orsset Terrace (1978), matriz de gestación del personaje arquetípico Sabina, que cumplirá la promesa, autoimpuesta en Donde dijeron digo decid Diego, de violar cada uno de los mandatos de “los otros”, que en esa época, en España se encarnaba en los valores del franquismo: “Nos enseñaron a temer la noche/Nos enseñaron que el placer es malo”. No habrá revolución colectiva, pero sí al menos liberación individual, del yo, del “ego” que resalta en el título-errata. Consecuentemente Sabina se apropia de la noche, la adopta, vive en ella. La erige en ruta de escape de la mediocridad de la vida gris. “Tras las montañas estaba el mar/ La noche, el vértigo, la ciudad” afirma en Nacidos para perder (1988), testimonio de un doble nacimiento: artístico, pero antes que nada, vital, o los conmovedores versos dedicados a su por entonces esposa, Lucía, empleada en una oficina mientras él comenzaba su vertiginosa carrera: “Tirso de Molina, Sol, Gran vía, Tribunal/¿Dónde queda tu oficina para irte a buscar?/Cuando la ciudad pinte sus labios de neón/Subirás en mi caballo de cartón/Me podrán robar tus días, tus noches no” (Caballo de cartón; 1984). El chico juega a la luz del día; el adulto que no perdió esa sana costumbre, de noche.
Aún cuando sobrevuela toda su obra como escenario propicio, la noche ha sido, en ocasiones, leit-motiv de sus canciones. Es la zaga Caballo de cartón – Negra noche, de Ruleta Rusa (1984) la que supone la primera celebración formal. Una década después, la noche proveerá parte de los insumos para dos clásicos inmejorables: la superlativa La canción de las noches perdidas (1992) y Esta noche contigo (1994), sendas mitologizaciones del preciado espacio, marco obligado del desengaño metafísico o la cita romántica.

Y salgo del nicho cantando…
Desde el viaje iniciático de Mi amigo Satán (1980), que reemplaza una fe por otra, hasta las andanzas del “ibérico Don Juan”, que sale a la calle travestido en Juana la Loca (1984), la noche para Sabina (a quien en la vida real se lo conoce como “el vampiro”) es momento de transformaciones, de pactos intensos y efímeros: “Extraños nos vio, roto el engaño de la noche, la cruda luz del alba” dice el sujeto de Donde habita el olvido (1999); “Cada noche me invento”, el de Tan joven y tan viejo (1996) y el de Despedida, incluído en el doble en vivo Sabina y Viceversa (1985): “Afuera espera la noche disfrazada de mujer”. Cambio, inversión, falsificación: componentes de lo vampiresco, que junto con lo nocturno-sexual terminan de modelar un sujeto que –en la geografía sabiniana- limita con el trangresor-irreverente por un lado y con el contra-religioso por otro. Las alusiones en tal sentido sobran:
“El conde Drácula chupa sangre de un espectador” (Ocupen su localidad, 1984).
“Y vuelve Nosferatu al ataúd” (Los perros del amanecer, 1988).
A eso podemos sumar la foto de tapa de Ruleta Rusa (1984), con ese Sabina “draculizado” a la Christopher Lee.
Coherentemente, a éste sujeto le horroriza la llegada del día:
“La noche que yo amo no amanece jamás” (Negra noche, 1984).
“Esa hora maldita en que los bares a punto están de cerrar” (Que se llama Soledad, 1987). Los perros del amanecer (1987) y Seis de la mañana (1996) son amargas reflexiones sobre la delgada línea que devuelve la impostación a su siniestro estado de realidad. En este sentido Locos de atar (1987) y Si amanece por fin (1990) constituyen sendos intentos de conjurar el horror de pasar del goce al deber: “Y si amanece por fin y el sol quema el capot de los coches, baja la ventana/De ti depende y de mí que entre los dos siga siendo ayer noche, hoy por la mañana”.

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